jueves, 17 de noviembre de 2011

La Decepción


En las emisoras y canales de televisión , todos hemos tenido alguna vez  el PLA-CER de ver a unos personajes que curan con velas, inciensos, cartas del Tarot, hasta con la  lectura de la palma de una mano a cada pobre, enfermo y/o despechado. Este país no disfruta nada como ver presentando a Jota Mario y que la cámara luego pase a “Jazmín”, o al Mauricio Puerta que esté de turno.

Aconsejan calma, “pues hoy, en tu vida, aparecerá alguien muy especial”. Y usted a penas se le cruza la primera mujer con un par de caderas decentes para salir del verano, ya está babeando como un San Bernardo. Pero después de un día en el que usted se ha deshidratado por los ojos,  llega a su casa, abre su correo personal y tiene un correo de un primo tercero, que vive en ___________(rellene el espacio) en el que le avisa que vendrá a visitarlo. Otra vez, las estrellas se alinearon, pero usted sigue en la misma estación: en verano.

Así, después de un simple día de estudio o de trabajo, usted maldice por enésima vez la falta de inteligencia y de pelo de Jota Mario, quien da pie a que un tipo lo haya convencido de que su futuro está  escrito.
Astrólogos, palmólogos, velólogos, cartólogos, inciensólogos, brujos y síquicos llenan esos vacíos de los que se colma el alma humana. Pero no son los únicos que se adueñan de nuestro futuro.

El futuro es lo que más exploran, de lo que más hablan economistas y financieros. Se ponen metas como “el objetivo de este año es llegar a crecer… hasta un 7%”.Así, hablando, usan la palabra tendencia para decir lo que puede pasar  con respecto a unos factores que mueven como si jugaran parqués: borrachos y apostando. Iguales fueron las versiones simplistas de Marx que predijeron el comunismo; pero no a Stalin y a sus gulags. Y ni hablar de Adam Smith y su mano invisible, que como buena mano de obra, jamás llegó a trabajar.

Con el futuro juegan a las cartas, a la ruleta; si es rusa mejor: porque así logran sacar más factores de la ecuación.  Es decir, cuando no logran predecir que tres buques de comida no podrían llegar a Somalia, morirán millones de personas de hambre. Y, como buenos analistas,  lo dicen como si de electrocutar estudiantes se tratara.  Después, frente a una cámara, se explican, aduciendo que lo que predijeron no pasó porque no contemplaron que Grecia estaba en la ruina.

Peor es cuando se meten con el presente y deciden qué pilas debe ponerse cada país para llegar a darse un mejor futuro. Por ejemplo, a  Estados Unidos ya no lo dejan ponerse pilas triple A. Y como no tiene capacidad de usar mejores baterías, crecerá la deuda de la Roma del siglo XX.

Pero, si en algo hay que considerar a los economistas, darles el pésame, es en que salen en los noticieros. Una aparición en un espacio como estos, donde se le hace honor a la política, donde se muestran imágenes de muerte y destrucción de edificios sin consciencia alguna, puede ser lo más denigrante que le pase un ser humano; a menos que sea político. De ahí se debe salir más desprestigiado que cualquier astrólogo que imponga tendencias en “Muy Buenos Días”. Aunque en ese programa también aparezcan imágenes devastadoras: como la explosión de una teta.

Por eso, en nuestra opinión, siempre será mejor la decepción personal, la que proviene de un astrólogo  que nos saca de la pobreza, de la enfermedad y del verano a diario, que la de ver cómo se explica la muerte de millones de niños, hecho que le deja menos factores para analizar a los economistas.

Lo  cierto es que, ambos, astrólogos y financieros, son lo mismo. Bueno, no exactamente: los primeros no tienen que salir justificándose en el noticiero.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Cuento: Sin palabras


“Me encanta cuando hace esos gesticos con las manos. Como si hablara.” Así me decía mamá cuando yo era apenas un niño, muchísimo antes de convertirme en un profesional.  De vez en cuando, repite aquella frase cuando  vemos el retroproyector y yo la escucho con alegría.

Escuchar es una de las cosas que mejor sé hacer. Tal vez por eso pude conseguir un par de novias  en el colegio. Una de ellas,  Teresa, no paraba de hablar mientras yo la miraba con los ojos bien abiertos, como si un tiburón se quedase oyendo a un congrio antes de devorárselo desaforadamente. Yo nunca llegué a devorarme a Teresa.  Tal vez fue porque nunca encontré las palabras para pedirle que me acompañara, que estuviéramos solos o si era tan amble de realizarme una felación frenética.  Hubiera podido reemplazar cualquier palabra menos el adjetivo, porque sus dientes estaban cubiertos por una línea ferroviaria, conocida comúnmente como  “frenos”. Y así y todo, me seguía pareciendo linda ella. Luego me dejó por un poeta frustrado y contra eso yo no puedo competir.

Y en las competencias sí que no me iba bien.  Jugando a en la cancha de la escuela, jamás pude hacer un gol y mucho menos gritarlo. Tal vez por timidez o por la sobreprotección de mi padre, que cada vez que yo me acercaba al arco, entraba a la cancha y pateaba el balón por mí. Hasta el maestro de gimnasia me la tenía roja en el colegio. Ahora, cuando veo fútbol, me hace una falta el viejo…

Cuando él murió yo me convertí en el hombre de la casa. Siendo mamá y yo nada más, yo era lo más parecido y debía tomar acciones sobre el tema. Como vivíamos en el campo, tuve que trabajar como labriego. Pero como no era un tipo robusto ni mucho menos, se me complicaban las cosas del arado y la carga de las cajas en las que depositábamos las hortalizas recolectadas, por lo que mis gestos hacían que los colegas se comprometieran con las burlas hacia mí.

Un día, cuando ya llevaba un tiempo sin aprender  a surcar el terreno, apareció don Segismundo, el patrón. Él era uno de esos tipos que había heredado la tierra, que tenía otros negocios en la ciudad y  únicamente venía cada quincena para revisar cómo iban las cosas, recoger unos dineros, entregar otros,  para luego esfumarse a su nido grisáceo y lleno de movimiento y smog, en el que, según mi madre, estaban mis verdaderas oportunidades.

Mientras yo araba la tierra, calcinándome bajo los rayos ultravioleta e híper-ultra-mega calientes, don Segismundo, un hombre de urbanidad,  con su  camisa a cuadros,  una pancita prominente, una barba mal afeitada,  unas botas deportivas y un sombrero que podría haber sido un cesto para meter la bola de chocolate más grande de mundo y esconderla del sol,  me preguntó: -¿Qué carajos hace, joven?-

Yo me quedé pasmado, haciendo gestos alborotados, intentando expresar  mi dificultad para aprender el oficio agrícola. Pero lo único que salía de mi cuerpo eran bailes y pasitos esporádicos para mostrar mi desespero. Pero allí, entre remolachas y lechugas crespas, lo único que logré fue conseguir fue una gran carcajada de mis compañeros, a los que don Segismundo calló con un grito tajante. Luego, se me acercó lentamente y me preguntó:- ¿Hace cuánto que hace eso, muchacho?-

Yo seguía abrumado por su presencia y por la burla de mis colegas. Pero don Segismundo me dijo que él se reservaba el derecho de tener contactos en el mundo del espectáculo y otras entretenciones;  una de ellas, donde yo  al fin pude perder mi virginidad para jamás volverla a encontrar. Así me invitó a acompañarlo a la ciudad.

Don  Segismundo me llevó un día a una gran carpa y allí me presentó a un señor sin peloen la parte superior de la cabeza, que brillaba como los campos de trigo y una cara que, compuesta por unos ojos negros y penetrantes, bordeados por alguna clase de pintura, y un bigote tan poblado como el Lejano Oriente, y unas mejillas que rebozaban como una especie de manteca…  En pocas palabras; Una calva y una cara que reposaban sobre un cuello escondido por la papada, que a su vez se  dejaba caer directamente a los hombros.

De sus pantalones de dril manchados por la arena roja, sacó un  bolígrafo.  Me lo entregó y luego de conversar un rato con don Segismundo, me dio un apretón en la mano y me dijo en un acento que yo no conocía y al cual le resbalaban las erres por la garganta:- Usted viene a trabajar conmigo, niño.-.

A mí me pareció que la situación era perfecta: salía del duro trabajo del campo para hacer bailes y gestos mientras unos personajes volaban por el aire, colgándose  de unos columpios y entre ellos mismos. O acompañando a unas pequeñas mujeres chinas que soltaban un cilindro entre un hilo dental,  a las que, por muy buen escucha que fuera yo, jamás pude entender.

Ya  sé lo que están pensando, y es cierto: yo trabajaba  en el Circo del Sol. Gracias a don Segismundo y a mi habilidad para hacer gestos divertidos, logré hacer de mi mudez  mi profesión y llegué a ser el mimo mejor pagado del mundo.

Hice varias giras internacionales, conocí muchísimas naciones diferentes con sus íconos referentes:  La Torre Eiffel, La torre de Pisa y la pizza en torres que venden en un restaurante de Nueva York: ciudad donde también disfruté de sus grandes edificios, del odio de los irlandeses a que les hablen, que por obvias razones no recibí directamente,  y de su comida típicamente china.

Conseguí mujeres, parlanchinas como siempre, pero sin frenos, como nunca. Las tuve y las solté como los trapecistas del circo le dan la libertad al otro para hacer sus piruetas y volver a agarrarlos. El problema es que después de hacer toda clase de movimientos impresionantes conmigo, de demostrarme su talento acróbata, una vez yo las presentaba en el circo, se iban con algún domador de asiáticas pequeñas de las que juegan con diábolos. Antes de dejarme, me decían que no era yo, que eran esas estúpidas manías de llevar todo el tiempo la cara pintada y la producción de silencios incómodos en cantidades industriales.

Sin conseguir ni encontrar el amor, mi odio hacia el mundo fue creciendo. Ya cuando nos acercábamos a Londres en el avión privado, yo me sentía ebrio de rencor hacia una sociedad incapaz de convivir con un mudo. Y también debió ser porque la botella del Merlot que había comenzado a tomar, hacía cinco minutos, estaba a media copa de quedar vacía.

Como siempre nos dejaban recorrer la ciudad los dos primeros días antes de comenzar los ensayos, decidí ir a conocer la Torre de Londres y también que esa era el último referente turístico que iba a ver por primera vez en mi vida.

Caminé para no tener que darle una nota escrita a un taxista que, además de solo saber inglés, no era capaz de entender la letra de un mudo porque no cree que le pueda pagar, o algo por el estilo.  Sin embargo, logré llegar antes de lo pensado y subí rápidamente al último piso de la torre.

Me quedé allá arriba un rato,  reflexionando sobre mi vida. Cuando uno se pone a pensar, en verdad todo comienza a resultarle inútil. Llegué a racionalizar tanto mi situación, que llegué a la conclusión de  que, en pleno comienzo del siglo XX,  yo soy solo medio ciudadano en el mundo. Pues tengo voto  pero no tengo voz. Y así me deprimía y me ensimismaba hasta que las pulsiones de mi mente me daban la orden de suicidarme.

Así que estuve listo a salir corriendo y saltar: era simple, la noche estaba a oscuras y no debía pasar nada por la acera. Me fui derecho, cerré los ojos y sentí el vacío pasar por mi estómago como un pasajero, como si la misma muerte me estuviera acompañando .Sentí un golpe fuertísimo y me dejé llevar por la inconsciencia.

Pero como en el amor, al suicidarse de la Torre de Londres, las palabras valen. Amanecí en un hospital con una pierna totalmente quebrada y una demanda por homicidio culposo. Mi desespero se transformó en frustración y luego de que los  detectives de Scotland Yard vinieran en un intento fútil para sacarme una confesión y como la señora a la que le caí encima, habría podido morir por un infarto antes de que mi cuerpo impactara  el suyo. Los agentes decidieron desechar el caso por falta de pruebas. Dijeron que un grito la hubiera salvado.  O al menos, eso había logrado determinar el médico que realizó la autopsia.

Habiendo fracasado de nuevo, tomé un barco de regreso a mi pueblo natal. Cuando llegué, mamá me recibió con los brazos abiertos, una taza de chocolate caliente y un monólogo sin fin.