“Me encanta cuando hace
esos gesticos con las manos. Como si hablara.” Así me decía mamá cuando yo era
apenas un niño, muchísimo antes de convertirme en un profesional. De vez en cuando, repite aquella frase cuando
vemos el retroproyector y yo la escucho
con alegría.
Escuchar es una de las
cosas que mejor sé hacer. Tal vez por eso pude conseguir un par de novias en el colegio. Una de ellas, Teresa, no paraba de hablar mientras yo la
miraba con los ojos bien abiertos, como si un tiburón se quedase oyendo a un
congrio antes de devorárselo desaforadamente. Yo nunca llegué a devorarme a
Teresa. Tal vez fue porque nunca encontré
las palabras para pedirle que me acompañara, que estuviéramos solos o si era
tan amble de realizarme una felación frenética.
Hubiera podido reemplazar cualquier palabra menos el adjetivo, porque
sus dientes estaban cubiertos por una línea ferroviaria, conocida comúnmente
como “frenos”. Y así y todo, me seguía
pareciendo linda ella. Luego me dejó por un poeta frustrado y contra eso yo no
puedo competir.
Y en las competencias sí
que no me iba bien. Jugando a en la
cancha de la escuela, jamás pude hacer un gol y mucho menos gritarlo. Tal vez
por timidez o por la sobreprotección de mi padre, que cada vez que yo me
acercaba al arco, entraba a la cancha y pateaba el balón por mí. Hasta el
maestro de gimnasia me la tenía roja en el colegio. Ahora, cuando veo fútbol,
me hace una falta el viejo…
Cuando él murió yo me
convertí en el hombre de la casa. Siendo mamá y yo nada más, yo era lo más
parecido y debía tomar acciones sobre el tema. Como vivíamos en el campo, tuve
que trabajar como labriego. Pero como no era un tipo robusto ni mucho menos, se
me complicaban las cosas del arado y la carga de las cajas en las que
depositábamos las hortalizas recolectadas, por lo que mis gestos hacían que los
colegas se comprometieran con las burlas hacia mí.
Un día, cuando ya llevaba
un tiempo sin aprender a surcar el
terreno, apareció don Segismundo, el patrón. Él era uno de esos tipos que había
heredado la tierra, que tenía otros negocios en la ciudad y únicamente venía cada quincena para revisar
cómo iban las cosas, recoger unos dineros, entregar otros, para luego esfumarse a su nido grisáceo y
lleno de movimiento y smog, en el que, según mi madre, estaban mis verdaderas
oportunidades.
Mientras yo araba la
tierra, calcinándome bajo los rayos ultravioleta e híper-ultra-mega calientes,
don Segismundo, un hombre de urbanidad, con su camisa a cuadros, una pancita prominente, una barba mal
afeitada, unas botas deportivas y un
sombrero que podría haber sido un cesto para meter la bola de chocolate más
grande de mundo y esconderla del sol, me
preguntó: -¿Qué carajos hace, joven?-
Yo me quedé pasmado,
haciendo gestos alborotados, intentando expresar mi dificultad para aprender el oficio
agrícola. Pero lo único que salía de mi cuerpo eran bailes y pasitos esporádicos
para mostrar mi desespero. Pero allí, entre remolachas y lechugas crespas, lo
único que logré fue conseguir fue una gran carcajada de mis compañeros, a los
que don Segismundo calló con un grito tajante. Luego, se me acercó lentamente y
me preguntó:- ¿Hace cuánto que hace eso, muchacho?-
Yo seguía abrumado por su
presencia y por la burla de mis colegas. Pero don Segismundo me dijo que él se
reservaba el derecho de tener contactos en el mundo del espectáculo y otras
entretenciones; una de ellas, donde yo al fin pude perder mi virginidad para jamás
volverla a encontrar. Así me invitó a acompañarlo a la ciudad.
Don Segismundo me llevó un día a una gran carpa y
allí me presentó a un señor sin peloen la parte superior de la cabeza, que
brillaba como los campos de trigo y una cara que, compuesta por unos ojos
negros y penetrantes, bordeados por alguna clase de pintura, y un bigote tan
poblado como el Lejano Oriente, y unas mejillas que rebozaban como una especie
de manteca… En pocas palabras; Una calva
y una cara que reposaban sobre un cuello escondido por la papada, que a su vez
se dejaba caer directamente a los
hombros.
De sus pantalones de dril
manchados por la arena roja, sacó un bolígrafo.
Me lo entregó y luego de conversar un rato con don Segismundo, me dio un
apretón en la mano y me dijo en un acento que yo no conocía y al cual le
resbalaban las erres por la garganta:- Usted viene a trabajar conmigo, niño.-.
A mí me pareció que la
situación era perfecta: salía del duro trabajo del campo para hacer bailes y
gestos mientras unos personajes volaban por el aire, colgándose de unos columpios y entre ellos mismos. O
acompañando a unas pequeñas mujeres chinas que soltaban un cilindro entre un hilo
dental, a las que, por muy buen escucha que
fuera yo, jamás pude entender.
Ya sé lo que están pensando, y es cierto: yo
trabajaba en el Circo del Sol. Gracias a
don Segismundo y a mi habilidad para hacer gestos divertidos, logré hacer de mi
mudez mi profesión y llegué a ser el
mimo mejor pagado del mundo.
Hice varias giras
internacionales, conocí muchísimas naciones diferentes con sus íconos
referentes: La Torre Eiffel, La torre de
Pisa y la pizza en torres que venden en un restaurante de Nueva York: ciudad donde
también disfruté de sus grandes edificios, del odio de los irlandeses a que les
hablen, que por obvias razones no recibí directamente, y de su comida típicamente china.
Conseguí mujeres,
parlanchinas como siempre, pero sin frenos, como nunca. Las tuve y las solté
como los trapecistas del circo le dan la libertad al otro para hacer sus
piruetas y volver a agarrarlos. El problema es que después de hacer toda clase
de movimientos impresionantes conmigo, de demostrarme su talento acróbata, una
vez yo las presentaba en el circo, se iban con algún domador de asiáticas
pequeñas de las que juegan con diábolos. Antes de dejarme, me decían que no era
yo, que eran esas estúpidas manías de llevar todo el tiempo la cara pintada y
la producción de silencios incómodos en cantidades industriales.
Sin conseguir ni
encontrar el amor, mi odio hacia el mundo fue creciendo. Ya cuando nos
acercábamos a Londres en el avión privado, yo me sentía ebrio de rencor hacia
una sociedad incapaz de convivir con un mudo. Y también debió ser porque la
botella del Merlot que había comenzado a tomar, hacía cinco minutos, estaba a
media copa de quedar vacía.
Como siempre nos dejaban
recorrer la ciudad los dos primeros días antes de comenzar los ensayos, decidí
ir a conocer la Torre de Londres y también que esa era el último referente turístico
que iba a ver por primera vez en mi vida.
Caminé para no tener que
darle una nota escrita a un taxista que, además de solo saber inglés, no era
capaz de entender la letra de un mudo porque no cree que le pueda pagar, o algo
por el estilo. Sin embargo, logré llegar
antes de lo pensado y subí rápidamente al último piso de la torre.
Me quedé allá arriba un
rato, reflexionando sobre mi vida.
Cuando uno se pone a pensar, en verdad todo comienza a resultarle inútil.
Llegué a racionalizar tanto mi situación, que llegué a la conclusión de que, en pleno comienzo del siglo XX, yo soy solo medio ciudadano en el mundo. Pues
tengo voto pero no tengo voz. Y así me
deprimía y me ensimismaba hasta que las pulsiones de mi mente me daban la orden
de suicidarme.
Así que estuve listo a
salir corriendo y saltar: era simple, la noche estaba a oscuras y no debía
pasar nada por la acera. Me fui derecho, cerré los ojos y sentí el vacío pasar
por mi estómago como un pasajero, como si la misma muerte me estuviera
acompañando .Sentí un golpe fuertísimo y me dejé llevar por la inconsciencia.
Pero como en el amor, al
suicidarse de la Torre de Londres, las palabras valen. Amanecí en un hospital
con una pierna totalmente quebrada y una demanda por homicidio culposo. Mi
desespero se transformó en frustración y luego de que los detectives de Scotland Yard vinieran en un
intento fútil para sacarme una confesión y como la señora a la que le caí
encima, habría podido morir por un infarto antes de que mi cuerpo
impactara el suyo. Los agentes decidieron
desechar el caso por falta de pruebas. Dijeron que un grito la hubiera
salvado. O al menos, eso había logrado
determinar el médico que realizó la autopsia.
Habiendo fracasado de
nuevo, tomé un barco de regreso a mi pueblo natal. Cuando llegué, mamá me
recibió con los brazos abiertos, una taza de chocolate caliente y un monólogo
sin fin.