lunes, 27 de junio de 2011

Cuento:La Puerta nueve del Puerto


  Mi primo Rómulo se paseaba por la calle de Los Guayabales, esa que nunca tenía nada abierto de noche, mordiendo la peinilla que no soltaba porque su madre siempre le decía cuando era apenas un chiquillo: -¡Nunca un hombre decente debe andar despelucado! ¿Oíste, negrito lindo?-. Caminaba pensando en la conversación que acababa de tener con el concejal Carvajal; un tipo al que el pariente siempre le hacía trabajos de los que ninguno de los familiares teníamos la menor idea de cómo se hacían. Solo sabíamos que la relación con el concejal había comenzado porque su madre lo obligaba a ir a visitarlo los fines de semana en la casa de la playa que tenía el político para que le enseñara a leer y a escribir. Él iba pensando en el nuevo trabajo que le pedía el político que hiciera. Su nariz chata se levantaba cuando fruncía el ceño, pues parecía desagradarle, molestarle lo que había dicho el funcionario. “Él va a llegar de primero, osea que casi que te va a estar esperando mijo.” Como si no tuviera muchas ganas de cumplir con la tarea que le mandaba esta vez, mi primo Rómulo llegó a su casa y, luego de caminar unas cuadras, le dijo a mi tía Azucena que se había conseguido otro camellito, se metió a su pieza, se pasó su peinilla varias veces frente al espejo, se quitó la camisa y se fue a dormir pensando en la propuesta. Dudando si la ejecución de la tarea valía la pena.
  
  Al día siguiente, mi amigo Pedro amanecía con una resaca digna de una noche con el Winston Churchill del pueblo: Don Ibrahím Suárez, un líder sindical que solo se reunía con jóvenes en el café-bar que tenía su ex esposa para hacer proselitismo y otras pecaminosas barbaridades. Le decían como el primer ministro británico, no porque concordaran en ideologías y pensamientos, sino por culpa de su eterna incapacidad para reunirse a hablar de política con la gente sin tener como intermediarios, una botella de güisqui y dos cenicientas de esas de alquilar.

  La noche anterior se habían reunido para cuadrar toda la logística de la protesta por el mal manejo de los recursos en el puerto. Iba a ser una manifestación pacífica, en principio, “Pero si los chupas aparecían por ahí”, decía Don Ibrahím con su flemática y profunda voz, “Habría que empezar a devolverles con lo mismo que ellos les dieran.” Creo que Pedro ni se acordaba de todo lo demás que había dicho el anarco-mofletudo de Suárez. Solo sabía que debía estar en la puerta nueve del puerto a las siete de la mañana, que eran las seis y diez,  que si su hermanita no se salía ya del baño, la iba a asesinar por no entender su compromiso con las pocas causas justas que había en el pueblo, y que, si vomitaba una vez más, su hígado sería lo último que vería en su vida.

  Cuando logró salir de su casa, mi amigo Pedro no podía soportar el calor común del Pacífico. Nunca se había tomado unos escoceses, nunca había participado en una protesta. Sin embargo, sabía que en su noche de bodas con el sindicalismo le iba a ir bien. Era una organización seria, y además Don Ibrahím lo había apadrinado desde que le había crecido el vello facial, único requisito para que un joven entrara al movimiento, pues debían hacer propaganda a pesar de la falta de presupuesto. Ya no era un adolescente revoltoso más del montón, ahora era todo un anarco-sindicalista, con mostacho, barbas y corazón hambrientos de lucha.

  Llegó al puerto sintiendo unas pulsiones terribles en su frente que parecían intentar repeler cada gota de sudor que bajaba por ella, acumulándose en las ñatas, y que en cada aspiración hacían el intento de meterse en sus fosas nasales. ¡Eras un culicagado Pedrito! Con barba ¡Pero finalmente, un Culigado! Nunca, nunca, nunca te debiste poner a tomar escoceses tan finos sin haber probado antes,siquiera, una Policarpa Salabarrieta que te quitara la sed tan verraca que debías estar sintiendo. Y nunca, nunca, nunca debiste ser el primero en llegar a la puerta número nueve del puerto de la ciudad.

  Mi primo Rómulo se levantó más tranquilo que cuando se había dormido. Sin embargo, los nervios lo tenían con pava y no sabía cómo manifestarla. Cuando sintió su peinilla pasar por su cuero cabelludo, se encontró con una expresión parca, como insensible; la que le dio la pauta para decidirse a hacer el trabajo que le había encargado el concejal Carvajal. Salió a las seis y media de la casa, agarró el primer mototaxi que vio y se fue volado para la puerta nueve del puerto.

  Sintió el viento en su cara, que se tornaba más y más inexpresiva con todo y que la brisa que estaba haciendo ese día era de las mejores que se habían sentido por Infierno Grande, mientras pasaba por la calle de Ciénagas Muertas, que desembocaba en la puerta nueve del puerto de la ciudad; lugar donde mi primo Rómulo tenía que ir a trabajar como se lo había encomendado el político local al que le debía todo: su educación, su visión política, la creación de su personalidad austera, severa y reservada, e incluso sus primeras zambullidas en púberos y vanos amores. Todo, absolutamente todo lo que había pasado en la vida del pariente, había sido pagado por el concejal Carvajal.

  Se bajó del mototaxi y lo primero que hizo fue mirar hacia la puerta; era la número nueve del puerto y, en frente de ella, estaba sentado Pedrito. El pelado saltimbanqui que suponía haberse organizado con otro poco de corronchos desubicados, que se veían venir como a 500 metros por el norte de la avenida de Ciénagas Muertas. Rómulo se pasó la peinilla, recordando la frase de Carvajal: “Él va a llegar de primero, osea que casi que te va a estar esperando mijo”. Se guardó la peinilla en el bolsillo derecho y, del bolsillo izquierdo, sacó la antiquísima navaja de afeitar con la que hacía todos sus trabajos . Se acercó a la puerta nueve del puerto con paso firme y la herramienta en la mano siniestra, que cargaba unos dedos maltratados por pellejos que, a su vez, cargaban unas uñas mal limadas y jamás cortadas. Y ya cuando Pedrito se volteaba para darle la cara a lo que sería su muerte como miembro del Movimiento Sindicalista de Infierno Grande, Rómulo, agarrando al anarco-primíparo por el cuello de la camiseta y pasándole el metal tibio por la mejilla, le susurró macabramente al oído:


  - En este pueblo no podemos hacer nada para que no protestes. Pero tú, Pedro Carvajal, mi medio hermano, tendrás que entender que mi madre, yo y el concejal Carvajal estamos de acuerdo en que lo que vayas a hacer, lo debes hacer decentemente y no con esa pelambrera desordenada en los cachetes.- Mientras Pedrito se quejaba avergonzado por la maldad de su hermano, él le pasó la cuchilla por el cuello y lo oyó reírse y decir como si pensara en voz alta:-No pensé que, en verdad me fueras a estar esperando”.- Y comenzó a afeitarlo.

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