miércoles, 17 de agosto de 2011

Cuento: Los bosques de mi madre

-"Creo que ahora tendré que pedir permiso para morir un poco. Con permiso, ¿eh? No tardo. Gracias"-.

Mamá siempre decía esas cosas como una excusa para desaparecer entre  el bosque infinito que era su alma, habitado por animales angustiados y tristísimos que la encerraban, con la complicidad de las sábanas, entre su cama King size. Mi hermano y yo la intentábamos consolar mostrándole que existía la posibilidad de ingeniarse e imaginar mundos diferentes con solo unos palillos de paleta viejos, pero ella lo único que hacía era voltearse,  y asomando sus ojos por  la maleza de de su cara acabada y podrida por la tristeza, tirarnos una falsa sonrisa y decirnos: –“Hijos, más grandes podrán comprender por qué su madre no se permite salir de esta cama.-“.

Yo, a decir verdad, todavía no lo entiendo por más de que mi hermano me lo explique una y otra vez en las reuniones que  hacemos con mi esposa: “-Es que mamá era muy dependiente. Por eso, cuando nos veía a nosotros jugar, solo podía pedir permiso para morirse. Lo ves, ella nunca hubiera podido compartir nuestra alegría, ella nunca fue una niña. Ella, lo único que podía hacer, era retorcerse de la envidia por no tener nadie con quién jugar.”-.

Me parecía que mi hermano calificaba dentro de las personas más mordaces de la tierra; era un humorista de los serios, de los que no les gusta hacer reír a la gente sino despertarla a punta de martillazos de cinismo en la frente. Después de que mamá dejó de pedir permiso para morir un poco y se fue, sin autorización de nadie, nunca volví a oír las carcajadas de mi hermano y empecé a asustarme porque ya solo decía verdades de las que la gente se reía y que lo habían hecho millonario. Yo creo que ese era el bosque de él, pero nunca se lo dije porque podía ocasionarle grandes pérdidas en su negocio.

Y es que en los bosques nos encontramos .Lo que pasa es que hay algunos que les tememos, que dejamos que nos cubran, que no nos libramos ni siquiera, para hacer el amor  sin condón por lo menos una vez en la vida. Porque todo eso que nos tapa, eso que nos aniquila tiene que frenarse de alguna manera para que, por ejemplo, yo me hubiera podido casar con mi esposa y, aún más, verla envejecer y saber que soy capaz de volverme a meter en este círculo virtuoso y vicioso, sonriente y desalmado, alegre y lloroso, que es la vida. Creo que por eso me rendí ante un dios que mi madre no fue capaz de mostrarme y que mi esposa sí; creo que la tristeza me consumió el día en que salí al jardín de la cabaña donde vivo y, sintiendo los pétalos de las hortensias pasando por las yemas de mis dedos, le dije a mi esposa:”-Ahora soy yo quien tiene que pedir permiso.-“. Ella sentada en el  prado, arrancando la hierba y poniéndola sobre su vestido dibujado con hortensias, escuchó con atención lo que este falo consumido tenía para decirle:-”Permiso para vivir un poco. No tardo, que igual queda poco.”- Cuando salí, ella ya sabía exactamente que iba a reunirme con mi madre. Lo que no sabía ella, es que para eso yo no podía volver.

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