lunes, 22 de agosto de 2011

La mala praxis


 ¿Qué tal Gutiérrez? Bueno, le cuento que he pasado una noche horrible. No pensé que fuera a llegar tan lejos, y mucho menos que fuera a pasar por los cultivos de flores para seguir la absurda tarea que me usted ha encomendado. ¡Es que usted no parece entenderlo!

¿Alguna vez ha intentado dar un discurso en un cementerio? Bueno, yo realmente sí. Es como dar un monólogo eterno. Casi nunca logra acabar. Refutación, tesis, antítesis, vindicación y reivindicación del argumento y todo lo tiene que hacer uno. Es cierto, está usted ahí, solo contra toda esa gente y ya no hay vuelta atrás. Pero esta gente y mi interlocutor están tan tiesos y tan enterrados, que la única respuesta que tuve fue la resonancia del viento sobre la hierba. Creo que con eso logrará usted comprender la atmósfera. ¡Ah bueno! Y el tenebroso hombre que debe cuidar de toda esta gente; ese que no le habla a nadie y  al que tampoco nadie le habla.

Uno pidiendo perdón por todas las cosas que han ocurrido, que no han salido del hoyo negro ese que llamamos alma: que él no ha cambiado, que no quiere cambiar y ya no puede cambiar. Así sigue la joda hasta que uno termina revoloteando en el mismo círculo, como los ratones que ponen a correr en los laboratorios.

Y sí, usted me dirá que el sueño recurrente, en el que salgo a trabajar al lado de otros roedores peludos, grises, que arrastran el rabito para ser pisadas por los parisinos, no es otra cosa que una fijación por la película Ratatouille o mi sueño frustrado por estudiar en aquella escuela de cocina francesa. Pero yo me niego e insisto: todos somos ratas de laboratorio en función de un científico más grande. A lo que usted dirá: “Está reemplazando a Dios, cuando usted es un fiel practicante de su religión.” El caso. Eso no es el asunto que me incumbe para visitarlo de nuevo.

A lo que vengo, es a decirle: “Mire, Gutiérrez, usted y yo, somos amigos.” Luego haré una pausa mientras usted se sorprende y es llevado en un viaje por su pasado. Pasado en el que recordará momentos felices, como la ruptura con su primera novia, que por cierto es una hija de las mil perras; bueno, ahora que es su esposa no diré nada. Pero usted sabe que yo estuve ahí cuando lo dejó y que estaré ahí cuando se entere del romance que ella y yo tuvimos hace poco. El asunto es que yo, después de confirmar nuestra amistad le diré: “Y para ser amigos, no hay que ser profesional en nada. Así que deje esa manía de untarme su praxis sicoanalítica en la cara y explíqueme de una puta vez, ¿por qué carajos me hizo ir a un cementerio a resolver los conflictos de infancia con mi difunto padre?”

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