¿Qué tal Gutiérrez? Bueno, le cuento
que he pasado una noche horrible. No pensé que fuera a llegar tan lejos, y
mucho menos que fuera a pasar por los cultivos de flores para seguir la absurda
tarea que me usted ha encomendado. ¡Es que usted no parece entenderlo!
¿Alguna vez ha intentado dar un
discurso en un cementerio? Bueno, yo realmente sí. Es como dar un monólogo eterno. Casi nunca
logra acabar. Refutación, tesis, antítesis, vindicación y reivindicación del
argumento y todo lo tiene que hacer uno. Es cierto, está usted ahí, solo contra
toda esa gente y ya no hay vuelta atrás. Pero esta gente y mi interlocutor están tan
tiesos y tan enterrados, que la única respuesta que tuve fue la resonancia del viento sobre la hierba. Creo que
con eso logrará usted comprender la atmósfera. ¡Ah bueno! Y el tenebroso hombre que debe cuidar de toda esta gente; ese que no le habla a nadie y al que tampoco nadie le habla.
Uno pidiendo perdón por todas las
cosas que han ocurrido, que no han salido del hoyo negro ese que llamamos alma: que él no ha cambiado, que no quiere cambiar y ya no puede cambiar. Así sigue
la joda hasta que uno termina revoloteando en el mismo círculo, como los
ratones que ponen a correr en los laboratorios.
Y sí, usted me dirá que el sueño
recurrente, en el que salgo a trabajar al lado de otros roedores peludos,
grises, que arrastran el rabito para ser pisadas por los parisinos, no es otra
cosa que una fijación por la película Ratatouille o mi sueño frustrado por
estudiar en aquella escuela de cocina francesa. Pero yo me niego e insisto:
todos somos ratas de laboratorio en función de un científico más grande. A lo
que usted dirá: “Está reemplazando a Dios, cuando usted es un fiel practicante
de su religión.” El caso. Eso no es el asunto que me incumbe para visitarlo de
nuevo.
A lo que vengo, es a decirle: “Mire,
Gutiérrez, usted y yo, somos amigos.” Luego haré una pausa mientras usted se
sorprende y es llevado en un viaje por su pasado. Pasado en el que recordará
momentos felices, como la ruptura con su primera novia, que por cierto es una
hija de las mil perras; bueno, ahora que es su esposa no diré nada. Pero usted
sabe que yo estuve ahí cuando lo dejó y que estaré ahí cuando se entere del
romance que ella y yo tuvimos hace poco. El asunto es que yo, después de
confirmar nuestra amistad le diré: “Y para ser amigos, no hay que ser
profesional en nada. Así que deje esa manía de untarme su praxis sicoanalítica
en la cara y explíqueme de una puta vez, ¿por qué carajos me hizo ir a un
cementerio a resolver los conflictos de infancia con mi difunto padre?”
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